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Morena

Morena

– Por Mariangel Barrios de Burgel

Morena

Conozco esta historia casi tanto como si la hubiese vivido yo misma, ocurrió frente a mis ojos de mujer de barrio, y aunque sienta que mi vida se va apagando, todavía la recuerdo como si fuera ayer, porque cosas como esas no se olvidan. No. Se anidan profundamente en el alma.

Correteaba todos los sábados frente a mi puesto de chipa. Caminaba con su madre casi tres kilómetros para llegar hasta allí puntualmente a las 7 de la mañana. Su nombre era Morena, al menos así la llamaba su madre.

A veces estaba allí por horas, jugando, conversando conmigo, o simplemente, sentada viendo los vehículos pasar como quien disfrutara un gran estreno de Hollywood.

Alguno que otro sábado la espera se hacía más larga, entonces no dudaba en invitarle un dulce de maní, que también vendía en mi puesto ya que era un perfecto plan B cuando la gente no estaba antojada de chipa, ja’e chupe1.

Un día no aguanté más la curiosidad y como quien no quiere la cosa le pregunté a Morena: qué hacían allí cada sábado. Así fue que me enteré que los dueños de la carnicería contigua a mi puesto eran primos de la madre – pero, ¿qué hace allí tu mamá y por qué a veces tarda tanto? – le pregunté. Ella contestó que esperaba la carne. – ¿Esperar la carne?- la interrogante crecía aún más en mi cabeza.

A la semana siguiente, gracias a mis mañas detectivescas, ya pude averiguar de qué se trataba el asunto. Sus tíos eran muy generosos y les ayudaban a sobrellevar la precariedad en la que vivían dándoles el preciado ingrediente para las comidas de toda la semana. A cambio la madre hacía algunas tareas de limpieza, ya sea en la carnicería o en la casa de sus primos.

Pero la verdadera historia comenzó, para mi total asombro, cuando me enteré que su madre en realidad no era su madre, sino una tía que la había recogido del abandono de sus verdaderos padres. – ¡Qué lío! –pensé.

Morena era sin dudas una cajita llena de sorpresas. Los sábados se habían vuelto muy entretenidos para mí gracias a sus ocurrencias y sentía que me había brotado un cariño con raíces muy profundas hacia ella.

Sus padres la habían abandonado a su suerte, pero esta mujer que la llevaba de la mano cada sábado, la amaba. Eso era evidente. Estaba pendiente de ella. Salía cada tanto a controlar lo que estaba haciendo y constantemente me pedía por favor que no la perdiera de vista. Me había tomado mucha confianza.

Quedé más impresionada aún al enterarme que la señora y su marido no tenían hijos biológicos, y que el hombre era muy sacrificado y trabajador. Morena había caído en buenas manos, a diferencia de muchos otros niños que no corrían la misma suerte.

Después de varios meses, un sábado de noviembre, Morena llegó sola a buscar la carne. – ¡Pero nena, como viniste sola! – le cuestioné. Su madre había caído enferma y estaba en cama. Así que la pequeña de tan solo 7 primaveras se armó de valor y se dispuso a crecer como quien no tenía otra opción.

Era responsable y decidida. Había comenzado la escuela directamente desde el primer grado, y cuando comenzó a leer sus primeras palabras parecía haber descubierto la verdadera felicidad. Sinceramente hablaba hasta por los codos y en ese entonces ya no concebía mis sábados sin ella, y a decir verdad no sólo los sábados, sino la vida misma.

El tiempo fue pasando, la madre seguía enferma, y Morena llegó a cumplir nueve años, era una estudiante prodigiosa, amaba la escuela y siempre llevaba sus boletines de calificaciones para mostrarme sus notas, admiraba su valentía y sabía que tenía un ángel especial. Agradecía a Dios el verla cada sábado sin sufrir ninguno de los peligros a los que vivía expuesta.

Una semana después de su cumpleaños apareció por el puesto, era un jueves, la carnicería estaba cerrada, y yo también estaba a punto de irme a casa. Contra todo pronóstico la madre había mejorado, estaba tan feliz que quiso que vaya con ella a corroborar la buena noticia.

Llegamos a la casa. La pancita me exigió un descanso, me trajo rápido una silla de madera y le dije que a ella ni se le notaba la caminata. Morena era robusta, pero la ternura era evidente en su mirada rebosante de inocencia.

Unos minutos después, en aquella minúscula habitación, luego de compartir su alegría por la recuperación de su madre, Morena puso en mis manos una carta y me pidió que la leyera.

-¿Qué es esto?- le pregunté. –Es la carta que le escribí a mi papá biológico, quiero conocerlo- me dijo. – ¿Pero para qué? ¡Ya tenes una familia! –No podía entenderlo, la idea era absurda, no creía que pudiera dar con él. No me parecía para nada una empresa digna de alentar.

Y así fue que Morena comenzó su búsqueda personal, con algunos datos que le había brindado su madre. Hasta que por azares de la vida se encontró con una prima del hombre frente a mi puesto de chipa. Sí, así fue como ocurrió. Un sábado en que Morena estaba esperando la carne, llegó una mujer de Concepción a comprarme chipa, estaba de pasada por la ciudad; la niña sin dudarlo le hizo conversación al escuchar su lugar de procedencia y resultó ser la prima de su padre.

No podía creer que las cosas sucedieran de esa forma. El paso siguiente sería dar con su madre. Morena simplemente, a sus nueve años, quería firmar un tratado de paz con su pasado. En su mente el único camino para lograrlo era encontrar a sus padres biológicos. Además de todas las características que ya mencioné de ella, también era muy terca. En verdad lo era.

Hasta que el día menos pensado y menos esperado llegó. Para variar, también fue un sábado. Ese día llegó a mi puesto con una mochila repleta y enseguida evidencié que algo raro ocurría. Morena me dio un abrazo y me dijo que se iba a Concepción a vivir con su papá. Él no había tenido parte en el abandono. Y Morena tenía hambre de lazos de sangre. La historia me quedó incompleta. Estaba perdiendo una hija.

No comprendí. Sentí que me conjugaba a la par de otros dos corazones rotos que lo habían dado todo por ella. Y sencillamente se fue. Así como la conocí, de manera fugaz, así de fugaz fue su partida. Nunca más supe de ella. Me quedó el sabor amargo de su ingratitud.

Y quedé anhelando que ojalá ese sábado solo hubiera ido a esperar la carne. En verdad lo anhelé.

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